opinión de roBERTO
GARGARELLA Y JULIO MONTERO DOCENTES de la UBA
(INVESTIGADORES CONICET Y GRUPO DE
FILOSOFIA POLITICa)
La democracia agonista.
En
toda la región, la democracia está de moda otra vez. Pero no es la misma
democracia que celebrábamos cuando cayeron las dictaduras militares
latinoamericanas y los regímenes socialistas de Europa del Este.
Es
una democracia distinta: la democracia
agonista.
El
agonismo es una concepción que parte
del supuesto de que en una sociedad pluralista no hay valores compartidos por
todos.
Sólo hay grupos con proyectos
políticos irreconciliables que nunca llegarán a ponerse de acuerdo sobre
nada relevante para el beneficio común.
Por
consiguiente, no tiene sentido dialogar ni discutir.
No hay posibilidad de entendimiento.
La
vida democrática es un juego de suma cero: si uno gana, el otro pierde, así que
sólo hay que preocuparse por ganar. Y una vez que uno gana, no tiene por qué
tener contemplaciones con el derrotado.
Puede simplemente “ir por todo”.
Como
consecuencia de esto, la política se convierte en un campo de batalla entre bandos rivales: pueblo y oligarquía;
patriotas y vendepatrias; trabajadores y burguesía; izquierda y derecha.
En
ese campo de batalla, ambos bandos luchan descarnadamente por el poder. Y si
bien evitan el aniquilamiento del enemigo para que la llama de la política no
se extinga, aspiran a acorralarlo, a ponerlo contra las cuerdas, a reducirlo a
su mínima expresión.
La
democracia pasa a ser nada más que el tenue marco legal que permite librar la
contienda civilizadamente y la vida
democrática deviene guerra civil velada: la celebración de elecciones
periódicas y el respeto de algunas garantías constitucionales mínimas son el
dispositivo que evita el derramamiento de sangre.
A
esta concepción agonista de la democracia se contraponen otras que ponen el
acento en una discusión inclusiva,
entre iguales.
Llamemos
a esta visión, la de la democracia deliberativa.
La democracia deliberativa invierte
los axiomas de la postura rival. Aquí no se piensa al
pluralismo como la mera yuxtaposición de grupos con proyectos inconmensurables,
sino que se concibe a la política como
ámbito en donde los ciudadanos comparten una serie de valores a pesar de
suscribir perspectivas distintas.
La
convicción de que las personas son iguales, el rechazo de la segregación racial
o la discriminación de género y el respeto por los derechos humanos aparecen
como algunos de los valores compartidos. Para los deliberativistas, las
sociedades democráticas no son meros conglomerados humanos de personas
condenadas a coexistir en una misma geografía, sino auténticas comunidades
éticas.
Por
consiguiente, los deliberativistas no
ven a la democracia como un sistema de trincheras en el que amigos y
enemigos se enfrentan en una lucha sin cuartel por el botín del poder.
Se
la representa como un espacio de
entendimiento recíproco en el que la ciudadanía discute sobre cómo
interpretar su ideario compartido y cómo traducirlo en políticas públicas
concretas.
Donde
la democracia agonista ve enemistad, la deliberativa apuesta por la fraternidad
cívica; donde la democracia agonista ve conflicto, la deliberativa propone la
cooperación; donde la democracia
agonista ve descalificación, la deliberativa plantea el respeto por los que
piensan distinto.
Lo
que es más importante: contra la idea habitual de que -a diferencia de la
postura rival- la concepción deliberativista ofrece una noción ingenua o no
realista de la democracia, los deliberativistas proponen un ideal regulativo
desde donde critican las
injusticias que la visión agonista avala.
En
efecto, en su preocupación por lograr un diálogo inclusivo, la democracia
deliberativa pone un acento especial en las voces que hoy no se escuchan;
aquellas que hoy son ignoradas, silenciadas o encerradas por el poder.
Para
el agonismo, en cambio, lo que
cuentan son los poderosos, los que -según la retórica del poder dominante-
“juegan en primera”.
Todos
los demás, los de la segunda o la tercera división, los que quedaron al margen,
no cuentan, salvo cuando su presencia conviene o converge con los intereses de
los poderosos. El agonismo es el que hoy
nos pregunta “cuántos votos tenemos” para ver si nos reconoce como iguales.
Es el que repudia o se burla de las
críticas de los más débiles,desafiándolos a que “formen un partido político” y
“ganen las elecciones”.
La
visión de los deliberativistas es exactamente la contraria.
Los
deliberativistas entienden que las decisiones que afectan a todos son responsabilidad de todos, y no de la
elite que “conduce” al país.
Los
deliberativistas consideran que una decisión no es legítima cuando no cuenta
con el respaldo efectivo de “todos los afectados”, incluyendo de modo especial
a las voces actualmente inaudibles: las protestas y las luchas de tantas
minorías que hoy resisten el avance de los agronegocios, los proyectos
megamineros o los arreglos en torno a las fuentes energéticas, con que los
gobiernos trafican desde el poder.
Afortunadamente, el tiempo del
agonismo se agota.
Quienes
defendemos la democracia deliberativa debemos prepararnos para afrontar el reto
enorme que representan las sociedades más injustas, más desiguales, menos
fraternas, que el agonismo nos deja.
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