jueves, 16 de junio de 2011

La Política Argentina y su Mayor Dilema

Por Aldo Neri

El mayor dilema de la política argentina es la cuestión social y ni el oficialismo ni parte de la oposición asumen las incomodidades que resultan. No difieren mucho en su comprensión de la sociedad, lo que se evidencia en el momento de proponer reformas. Todos coinciden en el objetivo de erradicar la pobreza y atemperar la desigualdad (esto último con énfasis sospechosamente distintos). Pero los remedios sugeridos no difieren tanto. Y aunque se escucha que somos una sociedad dividida en dos, una próspera y otra marginada, lo que se escucha menos son sus consecuencias políticas.

Se cree que el crecimiento económico generará blanqueo de la informalidad laboral, expansión de la seguridad social tradicional y buenos salarios, y que, sumándole mucha educación, es la fórmula de la felicidad. Pero la fórmula que sirvió antes no alcanza ahora.

Y esto porque la tecnología transformó los mercados de trabajo y acentuó las diferencias entre trabajadores en el poder de captación de los beneficios de la mayor productividad de la economía; porque los sectores medios, con mayor poder político, se alejaron mucho en ingreso, consumo y culturalmente de la base social; porque no se trata de una evaluación moral del antagonismo de intereses, sino de un reconocimiento del que existe; porque el discurso tranquilizador de la solución a través de la educación es una falacia, como tantas verdades parciales; porque la educación, y sólo si es de calidad equivalente, iguala las oportunidades de los que están parejos en condiciones básicas de vida; porque el crecimiento de la desigualdad expandió el resentimiento, que lleva al mayor delito y al piquete violento y porque se ha institucionalizado un sistema político que se beneficia de que el paternalismo de Estado sea la cara reconocible de la justicia social.

Romano Norri-A. Neri- José Cano
El dilema para una sana política es cómo lograr apoyo a medidas que inevitablemente afectan intereses de muchos votantes, y conspicuamente, de aquellos organizados, con mayor conciencia de sus intereses, y más influyentes.

El discurso populista demonizando el poder imperial de USA, las transnacionales –o las oligarquías locales– como origen de todos los males, ya no sirve, no porque esos poderes no existan, sino porque son otros más entre los que una democracia debe aprender a administrar en pos del bien común. Pero otra cosa que ella no puede ignorar son las contradicciones de intereses que tiene en sí misma.

Y para ello, hay que entender que a la justicia distributiva hoy no le bastan el empleo, el salario y la seguridad social tradicional. Que el Estado, por ejemplo, debe separar y universalizar la protección social básica del modelo contributivo, que pasa a constituir su complemento; que necesita transformar la actualización de tarifas de los servicios públicos y energía en otro canal redistributivo, estableciendo diferenciales según sector social; que debe privilegiar la escuela y el colegio de que son tributarios los sectores sociales más castigados (entre otros criterios de prioridad, cancelando la creación de universidades injustificables); que tiene que actualizar la carga impositiva al patrimonio, a la ganancia y a lo suntuario con justa progresividad, y aliviar los consumos populares y debe adecuar su legislación laboral a la realidad económica de las pymes y la informalidad, si no quiere que este grupo sea la variable de ajuste de privilegios de los formalizados. Y que necesita una política económica que mida sus éxitos en calidad de vida popular, y no en meros indicadores macroeconómicos.

Lo que más teme un político es la impopularidad. Pero, asimismo, uno de los atributos del liderazgo es enseñar al pueblo a respetar los costos de una mayor armonía social. En años favorables para la economía, los dolores de los cambios se pueden minimizar. Pero la mediadora es la buena política, con su capacidad de generar confianza.

Artículo de opinión, publicado en el Diario Perfil, el 21 de mayo de 2011.

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